viernes, 14 de agosto de 2009

En metro



Llené una mochila con ropa, chanclas, bikinis, toallas y pareos de rayas (confieso mi debilidad por las rayas, de colores), llené un bolso enorme con pastillas (de colores), música, un par de libros, gafas de sol, gorra de baseball, gominolas (de colores), papeles, y en menos de tres horas y media recorrí en mi minicooper el trayecto que separa mi ciudad natal de mi ciudad de residencia. Al llegar a casa me encontré con que algunas plantas estaban casi muertas, otras estaban totalmente muertas, llevé a cabo maniobras de primeros auxilios con las que tenían alguna posibilidad y me sentí culpable de haberme olvidado de esos seres vivos que dan frescor, y verdor, y color, y olor a mi casa y a mi jardín ... es que salimos tan deprisa, abandonamos Madrid como si huyésemos de alguna mafia, como si nos faltara el aire, como si fuésemos seres acuáticos condenados a vivir en tierras de secano e indultados por buen comportamiento. Las mochilas del cole tiradas por el suelo, las fichas, libros y las fotos de fin de curso esparcidas por la mesa, la flauta en el sillón, la guitarra en el otro sillón, las zapatillas de deporte descansando en la escalera (mientras Bruno corría la milla con zapatos), desorden, el buzón lleno de sobres y propaganda, un calor de muerte, no encontramos el mando del aire acondicionado, los minivecinos llaman a la puerta preguntando por nuestros hijos (Catalina y Bruno no han venido con nosotros, comunico en tres ocasiones tras tres timbrazos). Me ducho, me cambio y me voy corriendo a un Starbucks, creo que lo único que me une con Madrid en estos momentos son los Starbucks, quiero un frapuchino de mango yaaaaaa. Y sentados en la terraza del Starbucks de la calle Fuencarral vemos pasar a la gente que sufre y disfruta del verano en Madrid, porque en Madrid el verano se sufre y se disfruta por igual. Cada vez me gustan más los frapuchinos. Llevo una camiseta de Eli Paperboy superchula. Hace calor, pero me mola el calor. Volvemos a casa, dormimos y madrugamos para ir al aeropuerto.
Ir al aeropuerto es toda una ceremonia, hay que decidir si ir en taxi y pagar una pasta gansa, si ir en coche, aparcar en el parking de larga estancia y pagar una pasta gansa, si pedir a alguien que te lleve, ahorrarte una pasta gansa pero arriesgarte a perder un amigo, mejor pagar una pasta gansa, o ... hacer como hace la gente normal, es decir, la gente que no es como yo, y que no le importa parecer un topo con sentimientos, y previo pago de un euro (creo) se mueve por la ciudad a través de los túneles del metro (ese que dice Gallardón que vuela). No sé si es que esa mañana me levanté tacaña o si me estoy empezando a transformar en normal, pero a Pepe casi se le salen sus azules ojos de las órbitas cuando me escuchó sentenciar que nos íbamos al aeropuerto en metro. Esa mañana estaba dispuesta a todo, quise retarme a mí misma, ya sé que a la mayoría de la gente le puede parecer una gran tontería, pero yo no monto en metro ni en ascensores, porque me da pánico, porque me agobia, porque sufro sólo de pensarlo, porque me da pavor la posibilidad de quedarme encerrada en un vagón de metro o en una cabina de ascensor, porque hay algo que no debe funcionar correctamente en el interior de mi cabeza. Y no soporto que la gente me diga "¿Cuántas personas conoces que se hayan muerto en un acensor?", sé que es ridículo, pero ... podría contar mil historias sobre ascensores, metros y Marta, quizás un día que esté inspirada lo haga. El caso es que fuí al aeropuerto en metro y sobreviví, todavía no sé muy bien por qué lo hice, pero da igual, lo hice. Y lo más ridículo de todo es que me siento muy orgullosa. Estoy orgullosa de haber hecho algo que todo el mundo hace a diario de la misma manera que se sienta ante una mesa y come o se mete entre unas sábanas y duerme. En fin ...

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